Es al comienzo de Bienvenido Mr. Marshall cuando una voz en off nos explica que la barbería es el local social del Villar del Río Fútbol Club, equipo humilde que está a punto de ascender al grupo 1 de la segunda clase de la tercera categoría subregional. Su presidente, que también es el boticario, sostiene en encendidas discusiones que todo lo que no tenga que ver con el fútbol carece de importancia. Y este sería también uno de los principios fundamentales sobre los que se justifica la celebración de la Supercopa de España es un país como Arabia Saudí: nada de lo que allí ocurra a diario importa, tan solo la celebración de un espectáculo deportivo que dé esplendor a nuestro fútbol. Eso, y claro está, el dinero.
“No olvide usted que ellos tienen muchos dólares”, insiste el delegado general al alcalde de Villar del Río cuando viaja hasta la pequeña localidad para solicitar su colaboración en el gran recibimiento que se prepara a los americanos. “Que el pueblo arda en fiestas y que se vean muchos niños con banderitas”, recalca uno de sus ayudantes. Es curioso cómo terminan por parecerse realidad y ficción cuando en medio de la trama sitúa uno a un grupo de españoles con cierto grado de avaricia y a un inversor extranjero con los bolsillos llenos a rebosar.
En este caso se cambian las tornas y es el pagador quien se encarga de recibir al famélico paisano en loor de multitudes –será por niños y banderines en un país que mea petróleo y donde las mujeres no tienen voz ni voto–, mientras nosotros enviamos allí a nuestros mejores embajadores deportivos para colaborar en el blanqueamiento de una satrapía que de esta, y otras muchas formas, va preparando su futura candidatura como organizadora del Mundial de la FIFA. “¡Qué gran pueblo el que no duda en ayudar a sus hermanos de más escasa fortuna!”, suelta muy vehemente el señor delegado en otro momento de la película. Pues tal cual.
Para que no falte de nada en tan triste comedia, la página web del FC Barcelona publicaba estos días una serie de recomendaciones para los aficionados que hayan decidido viajar y que parecen sacadas de aquellos manuales moralistas de los peores años del franquismo o la Santa Inquisición. “El comportamiento indecente, incluyendo cualquier acto de carácter sexual, podría tener consecuencias legales para los extranjeros”, dice textualmente. Y entiéndase que por comportamiento indecente se refiere a que se bese usted en la boca con su pareja para celebrar un gol de Lewandowski –como para no besarse–, no a que un club que se pretende referente en la lucha por las libertades individuales, como dice ser el Barça, se avenga a participar en conciliábulo semejante tan solo porque le paguen.
Bien harían los clubes en recomendar a sus aficionados que no viajen hasta Arabia Saudí para tan feo trámite. Tiempo habrá de animar cada uno a los suyos sin sentirse colaborador necesario en una demostración de poder blando que ni nos va, ni nos viene. Si todo se reduce a que la RFEF les obliga a ir, que no parece, pues que vayan. Pero que vayan solos. O acompañados, en último caso, por esos pocos aficionados con tanta necesidad de demostrar su pasión –además de una saneada cuenta corriente– que se apuntan a cualquier sarao sin preocuparse por nada que no sea fútbol, como el boticario de Villar del Río. Muchas explicaciones se nos deben todavía, pero mucho me temo que nadie nos las vaya a dar.
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